Nada más salir del portal, aun con
legañas en los ojos y el sabor del café bebido de un sorbo, me topo con la
mujer menuda de tacones que llega más tarde que yo. Siempre nos cruzamos,
ella corriendo con su cara repintada mientras que yo avanzo acompañada del sonido de
sus tacones. Después suelo saludar al joven trajeado que aparca la bici frente
al teatro, no lo conozco, no es guapo, pero me gusta su estilo. Saliendo de su
casa baja el padre biológico con los niños cogidos de la mano. Nadie podrá negar
que la niña tiene su nariz y ojos; y el niño su mismo cuerpo desgarbado e
idéntico caminar, una exacta réplica de su padre pero en rubio, sospecho proveniente
de la madre, a la que nunca he visto. A
veces coincido con el camarero encargado del mesón de la plaza, y me encanta
ver cómo dispara sus enérgicos buenos días a todo aquel que se cruce en su
puesta de terraza, especialmente a las jóvenes que le dedican una sonrisa. Alguna vez he participado en el
ritual. También saludo a la chica que conozco de toda la vida pero no sé de
qué, ni cuál es su nombre, ni a qué se dedica; nunca hemos mantenido una
conversación más allá del” hola, buenos días, qué tal”, pero cada vez que nos
encontramos mantenemos esa costumbre. Me gustaría saber qué sabe ella de mí. Llegando
al garaje deseo encontrarme a mi persona favorita, el señor mayor de pelo cano
y barba, cara de sabio, ojos bondadosos y una educación exquisita. Siempre me
cede el paso y me abre la puerta del garaje, todo un caballero. Mi primera conjetura
fue que era profesor o maestro, pero desde que observé que desaparecía en la
época de Navidad mi teoría de que es “Papa Noel” fue cobrando cada vez más
fuerza.
Observo y hago mis terorías, durante los escasos 3 minutos que dura el trayecto de casa al garaje, cada día.
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